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El árbol del paraíso de Marco Martínez. Por Cristóbal Zapata
El otro día, después que compartí en Facebook la invitación a este acto, un amigo artista de Guayaquil, conocedor y apasionado de la flora y la fauna de su entorno, refiriéndose al cuadro que presentamos esta mañana me decía que le parecía una mezcla de ceibo y matapalo. Esa oportuna acotación venía a subrayar la dimensión cultural y mítica de esta especie híbrida que Marco Martínez ha venido haciendo crecer en su jardín hace aproximadamente veinte años y me recordó enseguida Los sangurimas de José de la Cuadra –el gran investigador del imaginario montuvio–, novela que se abre precisamente con un breve texto –a manera de preámbulo–, titulado “Teoría del matapalo”. Vale la pena citarlo en su totalidad para entrar en la magia de la pintura que es la materia de este acto:
El matapalo es árbol montuvio. Recio, formidable, se hunde profundamente en el agro con sus raíces semejantes a garras. Sus troncos múltiples, gruesos y fornidos como torsos de toro padre, se curvan en fantásticas posturas, mientras sus ramas recortan dibujos absurdos contra el aire asoleado o bañado de luz de luna, y sus ramas tintinean al viento del sudeste...
En las noches cerradas, el matapalo vive con una vida extraña, espectral y misteriosa. Acaso dance alguna danza siniestra. Acaso dirija el baile brujo de los árboles desvelados.
De cualquier modo, el matapalo es el símbolo preciso del pueblo montuvio. Tal que él, el pueblo montuvio está sembrado en el agro, prendiéndose con raíces como garras. El pueblo montuvio es así como el matapalo, que es una reunión de árboles, un consorcio de árboles, tantos como troncos. La gente Sangurima de esta historia es una familia montuvia en el pueblo montuvio: un árbol de tronco añoso, de fuertes ramas y hojas campeantes a las cuales, cierta vez, sacudió la tempestad. Una unidad vegetal, en el gran matapalo montuvio. Un asociado, en esa organización del campesinado litoral cuya mejor designación sería: MATAPALO, C. A.
Muchos aspectos se derivan y se podrían discutir a partir de estas líneas (antropológicos, estéticos, políticos, etc.), otras parecen describir la pintura de Marco avant la lettre, pero para nuestro fin nos interesa relievar esa dimensión mítica y mágica que la naturaleza en su conjunto –y particularmente ciertas especies vegetales– pueden tener para las comunidades campesinas y ancestrales. Marco Martínez sabe muy bien de esas connotaciones mitopoéticas de sus árboles, no en vano el cuadro que ofrece hoy a la Universidad del Azuay, El árbol del paraíso, pertenece a la serie Los iluminados, nombre que evoca por un lado la técnica pictórica del iluminado –el arte de dar color y luz a las formas–, pero que recuerda también esa diversidad de cosmogonías y cosmovisiones que fueron y son parte del imaginario y el cotidiano de nuestras culturas originales y nativas para las cuales los seres vegetales tienen una dimensión sagrada, están animados por un soplo divino y como tal pueden adquirir una dimensión y una apariencia humanas, convertidos en los interlocutores de sus faenas diarias. Esos poderes mágicos, por supuesto, están profundamente vinculados a sus beneficios al ecosistema, pues durante las sequías, en los bosques, cerros y las ciudades donde crece, el ceibo filtra su agua en los suelos, protegiéndolos de la erosión.
Toda esta dimensión animista y panteísta del mundo vegetal esta maravillosamente captada en El árbol del paraíso, donde Marco ha retratado un ceibo en contrapicado, apelando a un recurso frecuente en la fotografía y el cine, es decir, situando el punto de vista debajo del objeto, ángulo que enfatiza la inmensidad y esplendor de esta especie que se erige como un vigía natural del paisaje. Pero, además, si nos fijamos bien, ha sido pintado a manera de un retrato, no solo por la profusa y minuciosa descripción de ramas, lianas y flores que lo constituyen como si describiera un rostro, sino por la humanidad del que lo ha dotado, de modo que el ceibo ha sido tratado como un personaje principal en el drama de las formas vegetales.
Ahora bien, más allá de sus significaciones culturales locales, El árbol del Paraíso es una versión poética del árbol de la vida, del árbol cósmico, del axis mundi del que nos habla Mircea Eliade a propósito del simbolismo sagrado, de los “simbolismos del centro”, es decir: un eje que conecta el cielo, la tierra y el submundo, las tres regiones cósmicas que los seres vivos atravesamos durante nuestra existencia terrena y ultraterrena.
El árbol del Paraíso es todos los árboles: el árbol cósmico, el árbol bíblico, el árbol del Conocimiento, el árbol de los sangurimas, el árbol del Paraíso Perdido, ciertamente, pero es sobre todo el árbol del paraíso ganado, de nuestro paraíso presente, del paraíso natural que nos rodea, y que este cuadro en su esplendor nos invita a contemplarlo y a cuidarlo.
Cristóbal Zapata
Cuenca, 6 de abril de 2023